El precipicio se interpone en mi camino. Me detengo y barajo rápidamente mis opciones.
Puedo
cerrar los ojos y saltar al vacío; es tal la profundidad que mis ojos no
alcanzan a ver qué espera para amortiguar mi caída. También puedo volver por el
mismo camino por el que he llegado a este punto, pero no considero que sea
interesante desandar el camino andado. Además, citando a Antonio Machado:
Cierro
los ojos y doy un paso al frente. Sin mirar atrás.
Durante
la caída siento acelerarse mi pulso; en el vacío, las revoluciones a las que
late mi corazón son millones por minuto.
Y
mientras caigo, escucho en voz de Ricardo Cocciante:
ahí de frente a mí.
Escúchame muy bien,
y sin interrumpir.
Hace ya tiempo que,
quería decírtelo.
De repente, tomo
consciencia de que he dejado de caer, pero mi pulso sigue igual de acelerado.
Abro los ojos y únicamente alcanzo a ver unas vías del tren que se pierden en
un horizonte rojizo, propio del anochecer.
Sonrío. No sé muy bien
por qué, pero una corriente extraña de felicidad ha sacudido todo mi cuerpo.
Esto me lleva a dar un giro rápido de 360º sobre mi pie izquierdo como eje. Es
tan rápido que sólo me permite apreciar ligeras sombras en torno a mí. Sin
embargo, todo parece tranquilo, por lo que comienzo a caminar con pasos suaves
hacia adelante. Escucho una rama crujir, pero no me detengo; probablemente sea
algún animalillo tan asustadizo como yo que se encuentra entre la maleza.
Escucho de nuevo el
mismo sonido, pero esta vez más cerca. Ahora sí que me detengo de forma brusca.
Soy consciente de que hay otra persona detenida a mi derecha. Se encuentra tan
cerca de mí que soy capaz de escuchar su respiración. Siento la calidez de su aliento
sobre mi cuello. Y le beso.
Vuelvo de nuevo a no
saber el motivo, pero no soy capaz de evitarlo. Una fuerza invisible me empuja
a ello. Y de repente, esa corriente extraña de felicidad invade de nuevo mi
organismo por completo; lo que me hace reír. Y rio mientras le beso.
Continuamos caminando en
la misma dirección hacia la que me dirigía tan solo un suspiro antes, cada uno
a un lado de la vía, hasta que escuchamos un tren veloz aproximarse a nosotros
por la espalda. Nos detenemos y damos un ligero salto hacia atrás, anonadados. A
pesar de encontrarnos cada uno a un lado del tren, los movimientos son
calcados, como si de la imagen proyectada por un espejo se tratase.
El tren se interpone
entre nosotros hasta detenerse, abriendo sus puertas justo a la altura a la que
nos encontramos en ese preciso instante. Nuestras miradas se cruzan fugazmente
y asentimos al unísono. De un salto, subimos al vagón.
Comentarios
Publicar un comentario