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Razón o emoción

Siento la calidez húmeda de una lágrima resbalar por mi rostro. Es esa la única lágrima valiente capaz de aflorar tímidamente de mis ojos vidriosos. Esa racionalidad que ha representado siempre mi carácter impide que el resto de sus compañeras broten al unísono. El dolor inunda mi pecho, pero no puedo permitirme el lujo de que alguien más lo perciba.

No. Jamás reconoceré que eres el responsable de esa sensación de vacío que se ha instalado en mi organismo en este preciso instante. Evidentemente, no seré capaz de reconocerlo porque se escapa de cualquier explicación racional y, por supuesto, aquello que no se puede explicar desde la razón, no existe. A pesar de esta idea, todavía desequilibra más mis sentimientos ser consciente de que este mismo pensamiento puede cruzar fugazmente también por tu cabeza.

Sí. Sé perfectamente que esa racionalidad compartida me precipitó sin retorno a la irracionalidad.

¿Cómo puedes ser tan idiota? Esta es la pregunta que no me permite respirar. La que bombardea insistentemente mi cabeza al borde de la explosión.

¿Acaso no lo veías venir? Esta la advierte la racionalidad que se dejó vencer por la irracionalidad durante unos breves instantes. ¡Malditos esos instantes! ¿O quizá fuesen todo lo contrario? Esa racionalidad que vuelve a ganar terreno progresivamente permite observar desde otra perspectiva, aunque como es lógico tratando de medir emociones... Si hablamos en términos comparativos, ¿qué merece realmente la pena? Las posibilidades de éxito frente a las de fracaso, ¿son lo suficientemente altas como para que el riesgo sea aceptable?

No, es evidente que la razón no tiene cabida allá donde dictamina el corazón.



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