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El sigilo del silencio

5:45 a.m. Todavía falta una hora y media para que ese sonido inconfundible y estrepitoso del despertador me obligue a levantarme de la cama. Pero ahí estoy yo, con los ojos abiertos como platos, sabiéndome completamente incapaz de conciliar el sueño de nuevo. Temerosa de que llegue la hora de levantarme, porque sé lo que vendrá después. 

Ya ha pasado un minuto… ¡Ojalá pudiera parar el tiempo! Yo, fan del mundo de Harry Potter desde que abrí un libro, sueño despierta con tener en mi mano el giratiempo que me permita alargar esta espera agonizante. Prefiero mil veces estos nervios de preocupación si los comparo con la idea preconcebida del día que me espera por delante. Sé que todavía no ha comenzado, pero también sé que no distará mucho de cómo fue el de ayer, ni el de anteayer, ni ninguno de los días desde que empezó este curso. Además, cuando llegue a casa hoy habré sobrevivido a los exámenes de historia e inglés, junto con una hora de clase de música y otra de educación física, con lo que ello conlleva. Solamente por pensar en ello los nervios se agolpan en mi estómago, oprimiéndolo con la misma intensidad que las olas sacuden un acantilado. 

Otro minuto más. Y otro más… Y ahí está, el temido sonido del despertador. 

Me levanto, como siempre lo más tarde posible. Es decir, lo suficientemente tarde como para tener que ir corriendo, pero sin llegar a perder el autobús de las 8 a.m. Me ducho, me enfundo mi chándal Adidas nuevo de pantalón gris y sudadera rosa, me bebo rápidamente el vaso de leche, cojo la mochila repleta de libros y salgo corriendo por la puerta para no perder el autobús. Por el camino hago una parada para recoger a mi amiga Amanda, que a primera hora de la mañana es mi amiga, pero sólo ella sabe cómo evolucionará a lo largo del día. 

Cuando llegamos a la parada del autobús allí están ellos. Y sobre todo ellas. Esas dos chicas de metro cincuenta y cabello castaño oscuro que no comparten sangre en sus venas pero tienen tantas características en común que podrían ser gemelas. Amanda y yo saludamos con un escueto y cargado de sueño buenos días, al que todos contestan con la misma intensidad. Llega el autobús y, después del tradicional agolpamiento para subir como si de ovejas entrando al redil se tratara, partimos. Sé que este momento de la mañana todavía será tranquilo, imagino que el sueño invade todavía su mente y la neurona maléfica es la más dormilona de todas. 

A la llegada al instituto veo, todavía desde la ventana del autobús, tus pantalones blancos y tu larga melena castaña cruzar la puerta de entrada, por lo que supongo que nos vemos en clase. Esto supone que no tengo más alternativa que juntarme con el trío de soles (por llamarlas de algún modo) que me rodea para llegar hasta allí. Intento sumarme a su conversación mientras caminamos lentamente hacia las puertas acristaladas que marcan el comienzo de un largo día. A medida que nos acercamos vamos ralentizando el paso, al tiempo que suena el timbre que marca el inicio de clase, no podemos llegar puntuales. Por lo que escucho, Sandra, la mayor de las chicas aparentemente gemelas pero que no lo son, se enrolló el sábado por la noche con su amor platónico, Diego. Este es el chico repetidor de la clase de al lado, que aparecerá, si aparece, a partir de cuarta hora forzando el rugir de su moto. A pesar de que la conversación me resulta poco atractiva, me sumo a ella con algún comentario banal. No entiendo el por qué de mis aportaciones, si soy plenamente consciente de que su actitud cambiará en el momento en que la neurona maléfica despierte, pero voy a aprovechar el aura de amabilidad y distensión que nos rodea por el momento. 

Entramos a clase los cinco minutos tarde de rigor. Pero no importa, toca matemáticas, lo que implica que la profesora llegará al menos quince minutos tarde. Cuando entro a clase y te veo corro a sentarme a tú lado, a pesar de tu mirada de resignación por verme llegar tarde y con el trío de soles.

- ¿Qué voy a hacer? Nos juntamos en el bus. No tengo más alternativa que venir con ellas – explico mientras doy un suspiro de resignación. 

Ella es Mara, la única persona en este mundo consciente de cómo me la juega la bipolaridad del trío y sin cuyo apoyo probablemente no sería capaz de sobrevivir a este vaivén de emociones. Tengo la suerte de que esos ojos llenos de bondad me sonríen cuando los miro y de que sea mi paño de lágrimas en los peores momentos. 

Desde mi posición observo a Amanda arrastrar un pupitre para situarlo al lado de Ainhoa, la más joven de las no gemelas, en la fila de delante a la que me encuentro. La distribución de la clase está realizada por parejas, pero el trío no se puede separar una vez cruzada la puerta. Además, la profesora de matemáticas va a hacer caso omiso mientras no tenga que mediar palabra con un alumno. El temor comienza a inundar mi cuerpo cuando visualizo a las tres juntas y tan cerca de mí. 

Pasados los quince minutos de rigor llega la leona, así llamamos a la profesora de matemáticas. Realmente tiene más apariencia de león con su abundante cabellera rubia y rizada, totalmente indomable. Como acostumbra, cierra la puerta, deja los libros sobre la mesa y sin dirigirnos la palabra comienza a copiar los ejercicios resueltos en la pizarra. Si no cae una bomba atómica en medio de clase no se volverá a girar hasta que suene el timbre de salida. 

En el preciso instante en el que el sonido de la tiza deslizándose por la pizarra inunda la clase Sandra se gira con esa sonrisa que le caracteriza y que no augura nada bueno. ¡Oh, no! Una de esas sonrisas en las que enseña todos los dientes y unos hoyuelos se dibujan en sus pómulos. Además, a esta sonrisa le acompaña un brillo en los ojos que ya he visto antes. La neurona maléfica se ha despertado y está trabajando con toda su intensidad. Veo que en su mano izquierda lleva un rotulador rojo, pero intento ignorarla y comienzo a copiar los ejercicios de la pizarra. Pero su mano derecha rodea rápidamente mi muñeca y no me permite continuar escribiendo. En ese momento, Ainhoa se gira con la misma sonrisa pero en su tez morena y estira de la hoja de libreta sobre la que apenas un segundo antes me disponía a escribir, rasgándola. Cuando intento estirar el brazo izquierdo para recuperarla, Sandra, que todavía está sujetando mi muñeca derecha, comienza a trazar rayas con el bolígrafo rojo en el dorso de mi mano, por lo que desisto y saco un folio en blanco. Folio que apenas un minuto después está tan rayado como mis dos manos y mis antebrazos. 

Al escuchar tal algarabío la leona se gira, por increíble que pueda parecer, lanzándonos una mirada de desdén, en la que además se vislumbra cierto temor por tener que interaccionar con nosotros. Acompaña el gesto con una especie de mueca que aparentemente indica que guardemos silencio, pero solamente ella sabe qué intenta transmitir en ese gesto. Ante esta situación el trío de soles rompe a reír tan estrepitosamente que la leona hace amago de volverse de nuevo. Pero queda ahí, en el amago, mientras continúa escribiendo en la pizarra hasta que suena el timbre y abandona la clase. Por suerte, Mara que ha tenido la clase más tranquila que yo ha copiado los ejercicios y me los dejará después. 

En el preciso instante en que la leona sale por la puerta, le lanzo una mirada a Mara que ella interpreta a la perfección y me acompaña a conserjería en busca de jabón para limpiar todas mis rayas. Sin saber cómo, incluso mi cara está manchada del rotulador rojo de Sandra. Solamente tenemos cinco minutos y después de este breve descanso es el examen de historia. Si en este preciso instante me hacen una pregunta sobre el contenido voy a entrar en pánico porque estoy realizando un enorme esfuerzo para que mi corazón no salga por la boca. Tal es mi situación de estrés que mis nervios recorren todo mi cuerpo sin cesar. 

Regresamos a clase con el tiempo suficiente para separar nuestros pupitres, pero mientras los estamos moviendo el profesor entra por la puerta: 

- Recoged todo lo que tenéis sobre las mesas. Solamente quiero ver un bolígrafo azul o negro – grita él, todavía desde el pasillo, sin tan siquiera haber puesto un pie en el aula. 

Recojo precipitadamente todo lo que tengo sobre la mesa todavía de la clase de matemáticas y lo introduzco en la mochila, pero cuando me dispongo a sacar el bolígrafo azul no encuentro mi estuche. No puede ser, ¿dónde está? Estoy totalmente convencida de que en la clase de matemáticas lo he tenido sobre la mesa. Levanto la vista y sentada delante de mí pero girada hacia atrás, observándome, está Sandra. ¡Oh, no! Esa mirada la he visto antes. Lo tiene ella, es evidente, y no va a devolvérmelo así como así.

- Sandra, por favor, dame mi estuche – suplico. 

- No, si yo no lo tengo. Mira en mi mochila– afirma ella con rotundidad. 

- Por favor, si tú no lo tienes sabes dónde está – insisto de nuevo, y esta vez en un tono más bajo. Comienzo a notar cómo los nervios van apoderándose de mi voz. 

- ¡Que no! Que yo no sé dónde está – dice Sandra al tiempo que comienza a reír. 

El resto de miembros del trío rompe a reír también. No va a ser tarea fácil recuperar el estuche y ya bastante nerviosa estoy como para continuar insistiendo. Me giro y le pido a Jaime, que está sentado detrás de mí, que me preste uno. Ya veremos después cómo gestionamos la situación, pero el profesor ha comenzado a repartir las preguntas del examen.

- ¿Qué? ¿Demasiado nerviosa para sacar un 10? – me dice Sandra con una sonrisa socarrona dibujada en sus labios. 

Por suerte, leo el cuestionario del examen y me concentro en él inmediatamente. Sé con seguridad la respuesta a tres de las preguntas y las otras dos presentan mayor dificultad a mi parecer, pero consigo contestar algo coherente en todas ellas. Sin saber cómo ha transcurrido el tiempo, suena el timbre que marca el final de la clase y el profesor retira el examen. Fin de los minutos de tranquilidad. Una vez finalizado el examen Ainhoa me acerca el estuche sin tan siquiera pedírselo. El objetivo era ponerme nerviosa antes del examen y casi lo consiguen. 

Mara se acerca a mí y comenzamos a comentar la respuesta a las preguntas del examen. Jaime y Mario, que estaban detrás de nosotras se unen a la conversación porque ninguno hemos llegado a entender la tercera de las cuestiones del examen. 

- Conociendo a este hombre, no tenemos la nota del examen hasta el próximo mes –Comenta Mario, a lo que asentimos todos con rotundidad. 

En ese momento llega el trío de soles y se une a nuestra conversación con total normalidad. Amanda viene con el libro de historia en la mano, comprobando la respuesta a la pregunta dos porque no acaba de estar muy segura de lo que ha escrito en el examen. 

- Si de las cinco causas de la primera revolución industrial que ponen en el libro, he escrito sólo dos. ¿Tú crees que me valorará algo? – me pregunta con tono de preocupación. 

Escucho a coro las carcajadas de los que están a nuestro alrededor. O ella tenía un cuestionario diferente o está enormemente confundida porque en el examen nos preguntaba por las consecuencias. 

- Amanda, ¿estás hablando de la pregunta dos? Ahí nos preguntaba por las consecuencias… Contesto balbuceando y con cara de perplejidad. 

Por suerte, en ese preciso instante el profesor de Educación Física entra por la puerta y nos hace una señal para que lo sigamos en silencio hasta el patio. Vamos a organizar las jornadas deportivas del instituto de este año, así que la clase hoy no será un enorme sufrimiento. Además, como todavía estamos con el examen de historia en mente y pensando en el de inglés de sexta hora, esta clase transcurre sin acontecimientos destacables. A excepción de la mueca de preocupación que se ha dibujado en el rostro de Amanda y que no logra borrar, sumado a las risas de algún otro compañero que se ha ido enterando de su comentario. 

Así llega el ecuador de la mañana y con él el momento más esperado de la misma. El recreo me aporta unos minutos de tranquilidad con Mara y unas cuantas compañeras más de la clase de al lado. Lejos del trío de soles. Sé que mientras el trío esté lejos el tiempo transcurrirá con tranquilidad. Además, después tenemos clase de biología y ahí no hay quien se atreva a mover un dedo. Escuchemos o no las explicaciones de Julia nadie va a abrir los labios mientras ella esté en el aula a no ser que al lanzar alguna pregunta al aire mencione nuestro nombre por no obtener respuesta en un primer momento. 

Pero después de tanta calma, en algún momento tenía que llegar la tormenta. Y esta empieza al cruzar la puerta de la clase de música. En el pasillo me he adelantado junto con Mara del trío de soles y he visto aparecer de nuevo esa sonrisa maléfica en los rostros de Sandra y Ainhoa. Un escalofrío recorre todo mi cuerpo, calando en mis entrañas cada vez que la veo. Esa sonrisa es sinónimo de maldad, sé que nada bueno puede venir tras ella. Así que entro en el aula y me siento en la segunda fila con Mara al lado, mientras observo al trío correr presuroso a la fila de detrás. 

Esto no puede augurar nada bueno – pienso. 

Para no variar, Amanda arrastra por la clase un pupitre para sentarse junto a ellas. 
A esta clase viene también Javier, un chico de metro sesenta aproximadamente, cabello rizado, tez pálida y bastante retraído. A esto hay que sumarle que siempre viste un chándal azul. Está en PMAR, pero en algunas asignaturas nos juntan a ambos grupos. En el momento en el que lo veo cruzar el umbral de la puerta y sentarse en el pupitre de mi izquierda, separados por un estrecho pasillo, soy plenamente consciente de que el juego maquiavélico que toca en esta clase nos va a afectar a ambos. Además, tras él aparecen Victoria y Macarena, que lanzan una mirada de reojo a Sandra y se entienden al instante, pues veo relucir en su rostro una sonrisa similar a la que presentaban Sandra y Ainhoa tan sólo unos minutos antes. 

La profesora entra en clase y nadie le presta demasiada atención. Todos sabemos que vendrá con un discurso feminista u otro digno de la RAE porque son los temas que más le apasionan. En numerosas ocasiones me pregunto por qué es profesora de música en lugar de lengua, si lo viviría con mayor intensidad. La Sinfonía Nº5 de Beethoven despierta en ella menos emoción que ver un examen sin faltas de ortografía. 

Así pues la escucho el tiempo suficiente para saber que la clase de hoy versa sobre la correcta escritura de los apellidos Giménez y Jiménez, todo ello porque acaba de ver unos folletos publicitarios en los que el acento no está presente. Puesto que a la siguiente hora tenemos examen de inglés veo que la inmensa mayoría de mis compañeros ya tienen el libro sobre la mesa y procedo a hacer lo propio mientras analizo con Mara la pronunciación correcta de algunos de los verbos irregulares. 

En ese preciso instante noto un golpe suave en la parte posterior de mi cabeza. Decido no girarme puesto que estoy convencida de que ha dado comienzo el juego de mi querido trío. 
Así es, empiezan a caer trozos de goma de borrar sobre mi pupitre, sumados a bolitas de papel. En ese momento veo aparecer un avión de papel que cae al suelo justo delante de Mara, quien lo arrastra con el pié para lograr alcanzarlo y me lo pasa. Es un amago de nota de amor escrita por Javier, pero ¿cómo no? Es la letra inconfundible de Sara. 
Me giro con cara de estupor, pues no entiendo qué puede resultarles tan gracioso al ser tan evidente que son ellas las autoras de la broma, y me encuentro con las cinco tapándose la boca para no romper a reír. 

- Espera y verás – me dice Sandra en un tono de voz para que solamente nosotras seis podamos escucharlo. 

Es entonces cuando todas ellas rompen a reír a carcajada, lo que provoca que la profesora se dirija directamente a nosotras. Resulta que en algún momento de la clase ha cambiado de conversación y está con su típico alegato feminista. 

- ¿Qué os resulta tan gracioso en la lucha por nuestros derechos? –nos espeta- ¿cómo vamos a cambiar la situación si somos nosotras mismas las que no nos respetamos? Después de tantos siglos de lucha feminista, llegáis las nuevas generaciones y tiráis todo por la borda. 

De reojo veo a las cinco responder con una sonrisa socarrona al discurso de la profesora, que hace caso omiso de ellas y ahora sí, cuando apenas quedan diez minutos para el final de la clase, comienza a hablar de la banda sonora de “El asesinato del Duque de Guisa” como primera banda sonora de la historia. 

Escucho chistar a Victoria, que no para de hacerlo hasta que logra que Javier se dé la vuelta. De reojo veo que le señala la mochila, haciéndole una mueca para que busque dentro y al hacerlo saca una nota. Una nota que casualmente está realizada en una hoja de libreta exactamente igual que el avión que ha recogido Mara del suelo apenas unos minutos antes. Observo que Javier la desdobla y se ruboriza mientras la está leyendo, girándose hacia mí cuando la finaliza, mirándome con una sonrisa de resignación. 

Y en ese momento da comienzo de nuevo el lanzamiento de fragmentos de goma de borrar, sólo de goma de borrar. O eso creía yo, puesto que cuando voy a levantarme para salir del aula veo un chicle pegado en un mechón de mi cabello. Noto como una lágrima corre por mi mejilla y la retiro con el dorso de la mano lo más rápidamente que soy capaz. No, no puedo concederles el beneplácito de verme llorar. Por suerte solamente se da cuenta Mara, que me acompaña de nuevo al baño y, como mi buen ángel de la guarda que está siendo durante todo el curso, corta el mechón de cabello. Por suerte solamente ha tenido que cortar un poquitín en las puntas y no se nota demasiado. 

Gracias a su broma casi llegamos tarde al examen de inglés, por lo que cuando entramos por la puerta ya están todos sentados en el sitio que han elegido para hacer el examen. Y como pasa habitualmente en esta asignatura el trío de soles me ha dejado un sitio entre ellas para copiarse todas las repuestas. Puesto que la profesora no se entera, o no se quiere enterar, de lo que pasa en los exámenes, estudiamos dos y aprueba toda la clase. Así que, entre risas y comentarios, sin llegar a estar en silencio absoluto en ningún momento, acabamos el examen de inglés. 

Al sonar el timbre que marca el final de las clases lanzo un suspiro de tranquilidad. Una mañana más superada. Lo que no puedo imaginar es que el trayecto de autobús para llegar a casa hoy también va a ser entretenido a la par que desquiciante. Me despido de Mara hasta el día siguiente y me dirijo sola al autobús. 

En el mismo momento en el que subimos al autobús Amanda me pide el móvil para hacer una llamada y se lo presto sin dudarlo. Sin embargo, en ese momento escucho al trío reír a carcajada, así que mis temores comienzan de nuevo. Me devuelve el móvil y diez minutos después recibo el siguiente mensaje: 

“¿Quién eres? ¿Por qué te escondes para decirme que me amas? ¿De dónde has sacado mi número de teléfono?” 

Perfecto, ya he descubierto para qué necesitaba Amanda mi teléfono con tanta urgencia. Ya he descubierto sus intereses. Ahora sólo me falta saber de quién se supone que estoy enamorada. 

Fin del trayecto en autobús. Como la casa de Amanda está de camino a la mía tengo intención de preguntarle a quién le han escrito con mi móvil y cómo puede haberme pedido el teléfono para eso. Sin embargo no me da tiempo. En el mismo momento en el que nos quedamos a solas Amanda rompe a llorar porque va a suspender el examen de historia y porque se han reído de ella. 


Ahora sólo falta saber con qué historia me van a sorprender mañana.

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