Uno, dos, tres… cincuenta. ¡Voy!
Era una noche clara de verano en la que los termómetros
marcaban dieciocho grados; en definitiva, una noche cálida para el clima gélido propio
de esa región. Una luna llena iluminaba el cielo repleto de estrellas mientras María y
Patro se encontraban sentadas en el banco de madera con sus hombros cubiertos por sus chaquetas de punto, azul marino y negra respectivamente, que me
atrevería a aventurar que ellas mismas habían tejido. Ambas charlaban
pausadamente sobre el devenir de la vida con esa sabiduría que sólo las
experiencias de la vida otorgan.
Tan sólo a diez metros de ellas, el silencio de la noche era
roto por el contar de los números de aquel pequeño de ocho años mientras sus
amigos corrían presurosos y con el mayor sigilo del que eran capaces en busca
del mejor escondite. Aquél que al final de esa ronda les permitiera cantar,
¡por mí y por todos mis compañeros!, para no tenerla que posar a la siguiente.
O en el peor de los casos, para no ser el primero en ser descubierto y posarla
a la próxima ronda.
La extensión del terreno de juego se extendía a lo largo y
ancho de aquél pequeño pueblo de sierra de seiscientos habitantes. Cualquiera de sus estrechas callejuelas empedradas ofrecía cientos de alternativas para
utilizarse a modo de guarida. Las rejas de forja de las ventanas solariegas,
una puerta entreabierta, las cortinas de plástico verde de la vecina o los
restos de las paredes de piedra de aquella paridera medio derrumbada eran sólo
algunos de los escondites que buscaban estos pequeños.
Mientras, ambas mujeres observaban a aquella veintena de
niños con temor de que se hiciesen daño. Temerosas de verlos tropezar cada vez
que corrían en busca de ese escondite codiciado. Temerosas de que alguno de
ellos cayese por el muro de siete metros de altura que se encontraba a tan sólo
dos metros a su izquierda. Porque cada vez que uno de ellos era descubierto en
su escondite se abalanzaban ambos (descubridor y descubierto) sobre él a la
mayor velocidad que eran capaces de alcanzar. A cada una de estas carreras
sobre el muro ambas mujeres replicaban al unísono:
- ¡Os vais a matar! ¿Por qué no jugáis al otro
lado de la calle? En la pared…
Hasta que tocaron las campanas de la iglesia. Toque de
queda, las doce de la noche. Cada niño se desvaneció corriendo en una dirección.
*****
Estas imágenes se presentan en mi mente de forma tan nítida
mientras paseo por las callejuelas empedradas como si las estuviese
visualizando en este mismo momento. Si bien, sólo son recuerdos tan distantes
de la realidad que se presenta ahora
ante mis ojos. En este preciso instante el silencio de la noche solamente es
roto por el sonido de mis pasos al caminar. Ya no corren los niños por tus
calles, ni las señoras conversan animadamente al anochecer en cada rincón. Ni
siquiera las puertas tienen sus resquicios abiertos invitando a entrar.
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