La vida. Ese concepto tan amplio a la par que ambiguo. Esa
de la que muchos dicen que sólo hay una. Esa que los cristianos creen que
prosigue más allá de la muerte. Esa que para los egipcios era un ciclo fluido
de armonía cósmica. Esa que para los aztecas era una reflejo de la necesidad de
renovación que presenta el mundo. Esa
vida que, como ha tomado por eslogan el mundo del toro tras la muerte de Víctor
Barrio, “la viven los cobardes y la disfrutan los valientes”.
Pero, a pesar de las diferentes perspectivas y la ambigüedad
que rodean a este concepto, si hay algo claro en torno a él es que hablar de
vida supone hablar de evolución. Una evolución que en sus primeras etapas
supone una adquisición de competencias, la vivencia de experiencias. En
definitiva, el desarrollo de una personalidad, que se deriva de estas
experiencias. El niño crece, el niño juega, el niño da paso al adolescente, que
en un parpadeo es un adulto joven. Una persona con proyectos, con sus
expectativas de vida, que busca un nuevo reto. Que construye su vida fijando
nuevas metas que alcanzar cada vez que logra un propósito.
Pero sin saber cómo llega un momento en el que se alcanza un
punto de inflexión. Ese punto en el que ya no se adquieren nuevas competencias.
Un momento en el que no sólo se deja de crecer, sino que se involuciona. Es en
ese preciso instante en el que se pierden los proyectos, en el que el sentir de
la vida abandona lentamente el cuerpo. Es esa etapa en la que la muerte acecha,
de forma sigilosa, pero siendo cada vez más evidente. Aunque tal es su sigilo y
tan grande la naturaleza humana que es imposible adelantar cuánto tiempo durará
la agonía, ni cómo de intenso será el sufrimiento. Es un momento en el que sólo
se puede esperar.
Esperar…
Y en el que aparecen las cuestiones más remotas del sentido
de la vida.
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