No olvidaré aquella mañana todavía de verano, en la que ya
se podía respirar el aire de otoño. Aquél amanecer que estaba temiendo durante
toda la noche porque tenía la certeza de que iba a verte. De que íbamos a
vernos. De que iba a tener lugar ese encuentro del que no sabía qué esperar.
¿Qué expectativas podía tener después de una semana sin verte, sin escucharte,
sin leerte? ¿Qué expectativas podía tener después de nuestra cita fallida? Esa
cita de la que no logro saber si no nos entendimos, si fue un olvido real o si
fue un olvido a propósito. No se desprende rencor de mis palabras, sólo dolor.
Al abrir la ventana vislumbré que aquél 11 de septiembre no
podía ser un buen día. El cielo estaba encapotado, las nubes se cernían sobre
el horizonte y amenazaban tormenta. Tormenta que se inició en el mismo momento
en que puse un pie en la calle. Sin lugar a dudas el tiempo de ese día no era
más que un mero reflejo de mis emociones.
Y luego llegaste tú. Tú, que hiciste caso omiso de mi
presencia. Tú, que revolucionaste todo mi ser. Mis nervios recorrieron todo mi
cuerpo en el mismo momento en el que te vi cruzar la puerta. En el mismo
momento en el que escuché tu voz unas ganas irreversibles de llorar inundaron
todo mi organismo. Pero yo continué ahí, de pie, como un témpano de hielo (ese
que has roto desde que apareciste en mi vida), aparentando indiferencia.
Ignorando tu presencia del mismo modo en el que tú ignorabas la mía. Pero a
medida que pasaba el día, el desconsuelo se apoderaba de mí mientras una gran
losa ejercía presión sobre mi pecho, aprisionando mi corazón. La ansiedad se
cernía sobre mí como nunca antes lo había hecho, de un modo silencioso, pero
tan ensordecedor en mi fuero interno al mismo tiempo.
Y lloré. Lloré porque ese dolor irracional necesitaba
manifestarse. Porque esa desolación que me inundaba tenía que salir de mi
cuerpo, como el alma abandona el cuerpo cuando una persona exhala su último
hálito de vida. Y no pude aguantar más, te escribí. Te escribí porque un deseo
incontrolable e irradiante de locura me incitaba a ello, sin alternativa. Pero
acabó el día mientras yo aguardaba tu respuesta, sin llover, pero tan nublado
como empezó.
Así llegó un nuevo amanecer, en el que, entre las nubes, se
dejaba entrever algún tímido rayo de sol. Un amanecer que me empujó a mirar el
móvil sin tan siquiera salir de la cama. Y ahí estaba tu respuesta. Esa que me
hizo sonreír como una imbécil, que me levantó el ánimo como si la frustración y
el llanto del día anterior solamente se hubiesen encontrado en mi cabeza. Esa
sonrisa que no me abandonó al salir de casa pensando que de nuevo te iba a ver.
Pero, ¿cómo no? Ahí no me podías fallar. Me volviste a
defraudar.
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